martes, 19 de junio de 2012

Amistad y admiración

Como consecuencia del "asombro" popular ocasionado por un tal Sr. Bono, al habersele asignado un montante de 82.600 euros para que un pintor le inmortalice y lo "cuelgue" en la galería de presidentes del Congreso de Diputados, excediéndose en lo asignado para su antecesor que "solo costó 24.780 euros" ya que era una fotografía y no un lienzo, he tropezado entre mis apuntes con algo que puede extrañar a más de uno. La amistad de un PINTOR, llamado Salvador Dalí, catalán, nacido el 11 de mayo de 1904, en el número 20 de la Calle Monturiol, en Figueras, provincia de Gerona, español universal para más señas, con un JEFE DE ESTADO, llamado Francisco Franco, gallego nacido en El Ferrol y también español.

Es un hecho bien conocido, convenientemente ocultado por los historiadores progresistas: durante décadas, existió entre el general Franco y Salvador Dalí una relación de franca simpatía y aun de admiración mutua.

¿Cómo interpretar un dato tan “históricamente incorrecto”? ¿El dictador sagaz que se apoya en la imagen del artista de renombre para legitimarse en el escenario internacional? ¿La excentricidad del artista con patente de corso para sostener posturas políticas estrafalarias? En cualquier caso, una relación molesta para los clichés tan queridos por los historiadores al uso, y no digamos de los separatistas catalanes.

Como se sabe, Salvador Dalí fue uno de los intelectuales españoles que, desde un principio, apoyaron a Franco en la Guerra Civil. En 1948, al volver a España, se establece en Port Lligat, a poca distancia de Cadaqués, y desde entonces manifestará de manera reiterada y pública su profundo respeto por la figura de Franco, para escándalo e indignación de todos los bienpensantes europeos.

Las relaciones entre Dalí y Franco siempre fueron extraordinariamente cordiales: sin ir más lejos, recordemos que, en 1964, el gobierno de Franco concedía a Dalí la Gran Cruz de Isabel la Católica, y que en 1972 Dalí donaba su obra al Estado español. No olvidemos tampoco, que desde la década de 1920 la pintura fue una de las grandes pasiones de Franco. Ni tampoco los encendidos elogios de Dalí hacia Franco, a quien llegó a calificar como “un santo, un místico, un ser extraordinario”. Definía a Franco como “el colmo de la calma” y afirmaba que, como gallego, poseía un carácter muy conveniente para gobernar el anarquismo del pueblo español.

Que dos de las mayores figuras de la intelectualidad española del siglo XX (Ortega y Gasset en filosofía y Dalí en el campo del arte), mantuvieran tan buenas relaciones con el Estado franquista es un hecho que, precisamente porque desafía los esquemas preestablecidos, merece del historiador honrado un examen profundo y libre de prejuicios.

Salvador Dalí facilitó abundante tema a los humoristas, por ejemplo, cuando declaró el 26 de julio de 1975, en Mundo: "Los supercapitalistas españoles podemos estar tranquilos después de lo que ha ocurrido en Portugal. Ahora sí que no hay posibilidad de que en España se instaure una democracia socialista". A Dalí le encantaba ir contra corriente, y como la moda en aquellas fechas, (1975), entre las figuras populares, consistía en reconocerse "socialistas de toda la vida", soltó estas manifestaciones. El festejo de los camaleones y chaqueteros apenas había comenzado.

Si el izquierdismo español entendiese que sólo se vence de verdad a aquello a lo que se critica con justicia, sí, pero cuyos aspectos positivos también se tiene la valentía de reconocer y asumir, entonces sabría que, para pasar página definitivamente en el libro de la convulsa Historia de España, no valen las mentiras ni los atajos, sino sólo la honradez del clásico "suum cuique tribuere", del “dar a cada uno lo suyo”, también a Francisco Franco.

Reconozcamos así, en fin, como hizo Dalí, lo que le debemos a Franco. Reconozcamos los valores del régimen franquista, y a continuación, si queremos, declarémonos republicanos, o anarquistas, o liberal-conservadores. Pero hagámoslo, no desde la ingenuidad adolescente, sino por el contrario, con la madurez del adulto que, habiendo leído, vivido y pensado mucho, sabe que en el mundo las cosas casi nunca son lo que parecen y que, entre el blanco y el negro, existen infinitos matices de gris. Sólo desde esta madurez política podremos afrontar con éxito los desafíos que se plantean hoy a España, a Europa y al mundo.

Fuente.- Antonio Martínez

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