Es un hecho bien
conocido, convenientemente ocultado por los historiadores
progresistas: durante décadas, existió entre el general Franco y
Salvador Dalí una relación de franca simpatía y aun de admiración
mutua.
¿Cómo interpretar un
dato tan “históricamente incorrecto”? ¿El dictador sagaz que se
apoya en la imagen del artista de renombre para legitimarse en el
escenario internacional? ¿La excentricidad del artista con patente
de corso para sostener posturas políticas estrafalarias? En
cualquier caso, una relación molesta para los clichés tan queridos
por los historiadores al uso, y no digamos de los separatistas
catalanes.
Como se sabe, Salvador
Dalí fue uno de los intelectuales españoles que, desde un
principio, apoyaron a Franco en la Guerra Civil. En 1948, al volver a
España, se establece en Port Lligat, a poca distancia de Cadaqués,
y desde entonces manifestará de manera reiterada y pública su
profundo respeto por la figura de Franco, para escándalo e
indignación de todos los bienpensantes europeos.
Las relaciones entre Dalí
y Franco siempre fueron extraordinariamente cordiales: sin ir más
lejos, recordemos que, en 1964, el gobierno de Franco concedía a
Dalí la Gran Cruz de Isabel la Católica, y que en 1972 Dalí
donaba su obra al Estado español. No olvidemos tampoco, que
desde la década de 1920 la pintura fue una de las grandes pasiones
de Franco. Ni tampoco los encendidos elogios de Dalí hacia
Franco, a quien llegó a calificar como “un santo, un místico,
un ser extraordinario”. Definía a Franco como “el colmo de la
calma” y afirmaba que, como gallego, poseía un carácter muy
conveniente para gobernar el anarquismo del pueblo español.
Que dos de las mayores
figuras de la intelectualidad española del siglo XX (Ortega y Gasset
en filosofía y Dalí en el campo del arte), mantuvieran tan buenas
relaciones con el Estado franquista es un hecho que, precisamente
porque desafía los esquemas preestablecidos, merece del historiador
honrado un examen profundo y libre de prejuicios.
Salvador Dalí facilitó
abundante tema a los humoristas, por ejemplo, cuando declaró el 26
de julio de 1975, en Mundo: "Los supercapitalistas españoles
podemos estar tranquilos después de lo que ha ocurrido en Portugal.
Ahora sí que no hay posibilidad de que en España se instaure una
democracia socialista". A Dalí le encantaba ir contra
corriente, y como la moda en aquellas fechas, (1975), entre las
figuras populares, consistía en reconocerse "socialistas de
toda la vida", soltó estas manifestaciones. El festejo de los
camaleones y chaqueteros apenas había comenzado.
Si el izquierdismo
español entendiese que sólo se vence de verdad a aquello a lo que
se critica con justicia, sí, pero cuyos aspectos positivos también
se tiene la valentía de reconocer y asumir, entonces sabría que,
para pasar página definitivamente en el libro de la convulsa
Historia de España, no valen las mentiras ni los atajos, sino sólo
la honradez del clásico "suum cuique tribuere", del “dar
a cada uno lo suyo”, también a Francisco Franco.
Reconozcamos así, en
fin, como hizo Dalí, lo que le debemos a Franco. Reconozcamos los
valores del régimen franquista, y a continuación, si queremos,
declarémonos republicanos, o anarquistas, o liberal-conservadores.
Pero hagámoslo, no desde la ingenuidad adolescente, sino por el
contrario, con la madurez del adulto que, habiendo leído, vivido y
pensado mucho, sabe que en el mundo las cosas casi nunca son lo que
parecen y que, entre el blanco y el negro, existen infinitos matices
de gris. Sólo desde esta madurez política podremos afrontar con
éxito los desafíos que se plantean hoy a España, a Europa y al
mundo.
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