No resulta fácil entenderlo. ¿Qué se gana enfrentando a la gente? Puede entenderse que, ante una ofensiva, el ofendido responda. Pero, ¿qué ofensiva había aquí antes de 2004, al margen de la de ETA y la de los separatismos? La guerra civil era un capítulo ya superado: unos y otros escribían unas y otras cosas, cada cual contaba su guerra y a nadie se le discutía el derecho a hacerlo, pero, sobre todo: nadie la vivía en presente de indicativo, como si estuviera ocurriendo otra vez. Los abuelos estaban muertos y enterrados. La reconciliación nunca fue un abrazo alegre y fraternal, pero sí una voluntad lo suficientemente firme como para ser efectiva. Pero en eso llega a este caballero, invoca a los muertos, abre las tumbas, saca a pasear a los cadáveres, vuelve a dividir España en dos bandos, dictamina quiénes son los buenos (ellos) y quiénes son los malos (los demás) y se propone ganar la guerra que perdieron setenta años atrás sus antepasados políticos. ¿Para qué?
Del mismo modo, todos los problemas que el Estado constitucional pudiera tener con la Iglesia estaban ampliamente resueltos, y a plena satisfacción de ambas partes. El Estado, aconfesional, había prescindido de cualquier referencia religiosa explícita para contentar precisamente a los socialistas. La Iglesia había renunciado a su posición de privilegio en el Estado sin conservar más que los beneficios derivados de su hegemonía social, cultural e histórica. Los acuerdos diplomáticos entre España y la Santa Sede no incomodaban a nadie. Ni la Iglesia ha tratado de determinar la política del Ejecutivo, ni éste, en los años precedentes, había buscado conflicto alguno, más allá de los derivados naturalmente de posiciones ideológicas distintas. Pero ahora, de repente, el Gobierno proclama que la Iglesia es un problema: sacude corporativamente a los obispos, presiona social y políticamente a los católicos, amenaza a sus medios de comunicación y llega hasta el extremo de amagar con una supresión de los acuerdos Iglesia-Estado. ¿Por qué? ¿Para qué?
El túnel del tiempo
La revisión de la guerra civil nos ha metido en un túnel del tiempo que conduce a la España de los años treinta. La bronca con la Iglesia nos sumerge en un pozo que conduce aún más lejos, a la Francia de 1905 o al México de 1920 y sus sectarias políticas anticlericales. Hay en ambos procesos algo profundamente morboso, una enfermedad del espíritu, una incapacidad de vivir el propio tiempo y acomodarse en la Historia. Es como si nuestra izquierda, incapaz de digerir dos procesos históricos consumados como fueron el horror del socialismo real y el naufragio económico de la socialdemocracia, hubiera decidido inventarse una historia nueva, una historia a la carta, para tener todavía algo que decir. Este malestar en la Historia debería hacer pensar a los intelectuales de izquierda; en vez de eso, los está arrastrando a la ceguera más radical, como la de esos tribunos que en los años setenta empezaron a cantar las delicias (quizá turcas) de un islam imaginario. Sería un ejercicio inofensivo si no fuera porque en su estela emergen pasiones que pueden llegar a hacerse incontrolables. Entonces la parodia volvería a teñirse de tragedia.
La revisión de la guerra civil nos ha metido en un túnel del tiempo que conduce a la España de los años treinta. La bronca con la Iglesia nos sumerge en un pozo que conduce aún más lejos, a la Francia de 1905 o al México de 1920 y sus sectarias políticas anticlericales. Hay en ambos procesos algo profundamente morboso, una enfermedad del espíritu, una incapacidad de vivir el propio tiempo y acomodarse en la Historia. Es como si nuestra izquierda, incapaz de digerir dos procesos históricos consumados como fueron el horror del socialismo real y el naufragio económico de la socialdemocracia, hubiera decidido inventarse una historia nueva, una historia a la carta, para tener todavía algo que decir. Este malestar en la Historia debería hacer pensar a los intelectuales de izquierda; en vez de eso, los está arrastrando a la ceguera más radical, como la de esos tribunos que en los años setenta empezaron a cantar las delicias (quizá turcas) de un islam imaginario. Sería un ejercicio inofensivo si no fuera porque en su estela emergen pasiones que pueden llegar a hacerse incontrolables. Entonces la parodia volvería a teñirse de tragedia.
Para que la parodia llegue al límite, la Junta Islámica, portavoz en España de un islamismo en absoluto moderado, ha pedido el voto para Zapatero. Es evidente que no pueden ser convergencias ideológicas las que han llevado a una comunidad que predica la sumisión de la mujer y la condena de la homosexualidad, a apoyar al partido del divorcio-exprés y los gaymonios. Hay que pensar más bien que se trata de una motivación estratégica: los musulmanes piensan que con Zapatero tendrán más oportunidades de penetración social. Nadie puede reprochar a los musulmanes que defiendan sus intereses. Lo que hay que preguntarse es qué no les habrá ofrecido Zapatero para que estos simpáticos amigos le comprometan el voto. Aquí la parodia empieza a convertirse en algo bastante más serio.
Sea como fuere, el hecho es que la política socialista –que no es sólo Zapatero- nos ha metido en un camino absolutamente delirante: una política de lo no político donde la imaginación de una Historia que no fue, ahoga las posibilidades de un país que realmente es. Si una mayoría de españoles sigue adhiriéndose a ese fantasma, entonces es que España ha optado por el suicidio.
José Javier Esparza,- 6 de febrero de 2008
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